¿Antes del confinamiento pasabas todo el día de un lado para otro entre trabajo, formaciones, planes y actividades? ¿Al comenzar el estado de alarma tu mente te recordó la ristra de cosas por hacer, te apuntaste a cuatro cursos online y llenaste tus fines de semana con multitud de vermús virtuales? Y hablando de todo un poco, ¿te cansa ya este discurso de que el confinamiento puede ser una oportunidad para pasar tiempo con uno mismo y hacer las cosas de otra manera? Estás en tu derecho, a veces nos ponemos un poco pesados.
El no poder salir de casa no tiene por qué significar un cambio en nuestras vidas y de hecho, en muchos casos no lo está significando. Las personas que no paraban antes fuera de casa no paran ahora dentro. Las personas que sí paraban antes, ahora lo harán con más razón. Nos empeñamos en sacar el máximo partido a todo y hasta de esta situación parece que tengamos que salir espiritualmente reforzados y más equilibrados que el yin-yang.
Vivimos en una cultura del esfuerzo, de la productividad y del consumo que se erige como marco externo de nuestras vivencias. A nivel individual, hemos interiorizado que estar ocupado, aprovechar el tiempo y competir (contra nosotros mismos y/o los demás) está en consonancia con lo que la sociedad espera de nosotros. Hacemos cosas para justificar nuestra existencia como si de alguna manera no hacer nada nos convirtiese por arte de magia en nada. El hacer nos define y está irremediablemente asociado a la obtención de esa validación externa tan fundamental como seres sociales que somos.
El problema viene cuando de tanto hacer nos olvidamos de ser y de estar en sintonía con nuestra esencia, con el significado de nuestra propia existencia. Conectar con uno mismo duele, genera malestar y sufrimiento al exponer aspectos de nosotros mismos que no nos resultan agradables y que no queremos ver ni mostrar. Cuanta mayor es la angustia que nos genera nuestra vivencia interna, mayor es el hacer para contrarrestarla. Aquí entran en juego los atracones como forma de paliar el malestar, los tenemos de todas las formas y colores: comida, bebida, compras, películas, series, videojuegos, drogas, etc. Tan en consonancia con la cultura de consumo en la que vivimos, una manera fabulosa de engrasar la rueda y seguir girando al tiempo que profundizamos en un malestar que ni puede salir de manera adaptativa ni se le espera. Hemos sido tan bien entrenados en la cultura de la distracción y del entretenimiento que el mecanismo de afrontamiento de mirar hacia fuera cuando duele dentro lo tenemos afiladísimo.
Todo este mecanismo puede venir derivado de un deseo inconsciente de escapar de la experiencia y del momento presente, que no es otra cosa que quedarse con lo que está, con lo que hay aquí y ahora. ¿Qué tan horrible es como para huir de ello con tanto ahínco y perseverancia? Como no queremos afrontar nuestra propia experiencia, llenamos nuestra conciencia con cosas que hacer. Si por casualidades del destino nos encontramos con 10-15 minutos de parón en el que no hay nada que hacer, pronto aparece ese aroma a malestar que desprende nuestro cofre interno, que grita desconsolado desde el sótano clamando por atención y cuidado. “A saber qué hay ahí, si lleva tanto tiempo cerrado por algo será. Ah, no, no, yo no valgo para esto, qué pereza.” Cerrojazo renovado a nuestros sentimientos, emociones y nudos internos. Volvemos a la superficie, a la sala de estar de nuestra conciencia, donde nos hemos reunido con nuestros viejos y fieles amigos: redes sociales, comer sin parar, sin parar de comer ni de ver Netflix (plataforma que ni siquiera exige que pulses un botón para cambiar de capítulo y seguir viendo tu serie en bucle, maneras de facilitar el atracón).
Bloqueamos el camino a aquello que nos duele y nos hace sufrir y lo dejamos bien cerradito en el sótano, mientras en nuestra sala de estar vamos de un lado para otro haciendo cosas para intentar sentir lo mínimo y sin darle demasiada importancia a esa difusa sensación de desasosiego, incomprensión, tristeza y/o insatisfacción que sentimos en nuestras vidas. Eso que nos hace sufrir es precisamente lo que tiene la capacidad de liberarnos. La razón no es otra que el carácter irremediable del sufrimiento en nuestras vidas. Sin sufrimiento no existiría el placer, igual que sin muerte tampoco existiría la vida. Evitar continuamente el sufrimiento es como no atreverse a iniciar una relación amorosa por no querer aceptar el inevitable dolor de su pérdida futura. Vivir a medio gas.
¿Qué pasa si te paras y conectas con lo que tu interior intenta contarte?, ¿qué emoción sientes ahí abajo? e incluso más importante, ¿qué tiene que decirte sobre ti mismo esa emoción que evitas?
Evitar el sufrimiento como manera de no dejar de centrarnos en aquello que nos da placer (y viceversa) parece buen negocio, al menos a corto plazo. Es como unas vacaciones en un hotel con todo incluido: me levanto y no hago la cama, puedo salir sin ordenar la habitación y “mágicamente” al volver estará todo impoluto; voy a comer y está la mesa puesta y al irme no tengo que mover más que mi silla al levantarme. Siempre que vuelvo, tanto a la habitación como al restaurante, todo está como nuevo. Esto no ocurre en nuestras casas, si hemos tenido una celebración la noche anterior nos tocará sufrir y recoger a la mañana siguiente. Lo mismo ocurre con uno mismo, no podemos tratarnos internamente como si no hubiese consecuencias, como si al volver a nosotros todo fuese a estar recogido y ordenado tras una gran fiesta emocional.
Nuestra vida interior es nuestro hogar, es el lugar al que regresamos siempre. Si te has pasado todo el día haciendo cosas, “desconectando” o “conectándote” a algo ajeno a ti, es probable que cuando a la noche vuelvas a tu refugio este no te deje dormir demasiado bien al aprovechar para machacarte con todo aquello que has evitado durante el día. Nuestro malestar y sufrimiento necesitan salir, necesita que les escuchemos y tomemos conciencia de su contenido y forma, necesitan un tiempo y espacio para expresarse. Así, tras cubrir su/nuestra necesidad, podrán volver a sumergirse de manera más dócil, cariñosa y conectada consigo mismos/nosotros, pues se han sentido escuchados y su motivo para boicotearnos ya no puede ser tan intenso. Además, al escuchar lo que nuestro malestar tiene que decirnos cumplimos una doble función: por un lado, aliviamos parte de nuestro dolor al darle un espacio al sufrimiento y por otro escuchamos las claves sobre aquello que podemos estar necesitando para que ese malestar no siga formándose. Qué maravilla, aliviamos y tomamos conciencia para no tener que seguir sufriendo más de la cuenta innecesariamente.
Nuestro conglomerado emocional hace menos daño fuera que dentro, está diseñado para salir y ser expresado. En estos días estamos empezando a salir de casa, cambiamos lo que ha sido nuestro entorno durante casi 2 meses para aventurarnos a salir a la calle. Tras finalizar nuestro paseo volveremos inevitablemente a nuestra casa, por ello te animo a que antes de salir te tomes un tiempo para reflexionar, para mirar dentro de ti mismo, contemplar lo que te encuentres, sentir, meditar y pensar sobre ello. De esta manera podrás tomar conciencia de todo el sufrimiento que habita en ti, de aquello que lo causa y lo condiciona, así como de las acciones que pueden eliminar sus causas. A su vez tomarás conciencia del placer, de la felicidad y de la satisfacción que genera la liberación del sufrimiento, que ya que va a estar acompañándonos en nuestra vida, mejor que lo haga desde un lugar visible, comprensivo, cariñoso y compasivo. Sal con tranquilidad, disfruta el paseo y al volver experimenta esa grata sensación que es regresar a un hogar ordenado, equilibrado, congruente y amable.
Buen paseo y mejor vuelta. Ánimo.
«Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin quehaceres, sin distracciones, sin aplicación, sin pasiones. Le domina entonces una sensación de vacío, de impotencia, y cae en la melancolía y el aburrimiento.» – Blaine Pascal.